Finalmente abre todo. Lo que parecía una utopía hace un año hoy es realidad. Vuelven las canchas y los boliches. Cines, teatros, bares y restaurantes ya no tienen restricciones ni de cantidad de público ni de horarios. El día recupera la noche. Regresan los casamientos. También, los cumpleaños de 15 y los viajes de egresados. En breve retornarán los turistas extranjeros. Al actual tipo de cambio paralelo, lo que para los argentinos luce carísimo para ellos será “regalado”. Así como con la cuarentena el dinero se encapsuló en “el hogar búnker”, ahora volverá “a la calle”. Los perdedores de la pandemia –que hayan llegado hasta acá– serán los ganadores de la pospandemia.

El ser humano desea lo que escasea. Está en su naturaleza. Somos por definición seres imperfectos. Por lo tanto, incompletos. Siempre estamos buscando lo que nos falta. Corremos detrás de un ansia de totalidad que jamás será alcanzada. Porque no hay deseo ni fantasía que tolere su concreción. Esa es la fuente del progreso que, desde siempre, impulsó a nuestra especie.

La vida que tenía la sociedad global hasta 2019 era demasiado interesante y atractiva como para suponer que los miles de millones de personas que la supieron disfrutar, y también sufrir (los ideales no existen), la iban a dejar ir fácilmente.

Ahora el mundo y la Argentina están volviendo a la normalidad. No a la “nueva normalidad”. Porque lo que los ciudadanos extrañaron, lo que anhelaron, lo que “escaseó” fue justamente eso: lo normal. Hay aquí una confusión conceptual que puede resultar útil esclarecer. Porque define mucho acerca de cómo pensar el futuro.

En W y Almatrends reconocimos en su origen el enorme valor que tuvo “new normal”, como idea síntesis y ordenadora. Es imposible operar sobre algo que no se logra nombrar.

Sin embargo, desde nuestro enfoque preferimos acuñar un concepto diferente. Básicamente, porque entendíamos que, más allá de la enorme potencia y pregnancia de la “nueva normalidad”, lo que ocurría se ubicaba en las antípodas de lo “normal”, todo era “anormal”. Y además “nueva” indicaba un punto de quiebre que dejaba atrás el pasado reciente para siempre. Algo por cierto muy cuestionable y dudoso.

Al analizar que la vida que teníamos se apoyaba en uno de los valores más preciados para el ser humano, la libertad, llegamos a la conclusión de que, salvo que el virus durara varias décadas, las personas pelearían por volver a juntarse, tocarse, verse la cara, besarse, abrazarse, bailar y cantar.

Ante el peor y más paralizante de todos los miedos, que es perder la vida, serían capaces de poner en pausa sus pulsiones gregarias y celebratorias, pero una vez dominado ese ente disruptivo y amenazante, las dejarían fluir nuevamente.

A instancias de Sil Almada, la directora del Lab de Tendencias, preferimos definirlo como un “nuevo hábitat viral”. Un ecosistema con reglas y patrones de conducta tan disruptivos como lo que los había provocado: un virus letal. ¿Hasta cuándo viviríamos con esas reglas? Hasta que la ciencia lograra acorralar al invasor invisible. Luego intentaríamos recuperar las normas y conductas anteriores, quizá no todas, pero sí la mayoría.

Es justamente por ello que vale la pena insistir: no podemos volver a la “nueva normalidad”. Lo que está sucediendo es justamente lo contrario: nos vamos de ella, y en muchos casos, directamente huimos despavoridos de muchas de sus funestas, espantosas y forzadas costumbres.

¿A dónde queremos, deseamos, intentamos volver? A la normalidad a secas. Sin ningún otro agregado. No es ni nueva ni vieja. Porque lo otro fue simplemente “anormal”. Lo normal es andar por la vida con la cara destapada, no con una máscara. Acercarse, en lugar de mantener distancia. Salir, en lugar de encerrarse. ¿Quedarán legados? Obvio que sí. Al volver a la normalidad, nos traeremos aprendizajes, avances y aceleraciones que introdujo la pandemia. La más relevante, una nueva concepción híbrida de la vida, donde lo físico y lo digital se fusionan ya de un modo indisoluble. También vendrán con nosotros las lamentables y lastimosas consecuencias económicas, sociales y emocionales de los confinamientos.

De todos modos, amerita la prudencia. Subrayo el condicional –”estaríamos comenzando a salir”–, porque tanto Bill Gates –quien predijo la pandemia cinco años antes– como Anthony Fauci, epidemiólogo de cabecera del gobierno norteamericano, e incluso Albert Bourla, CEO de Pfizer, coinciden en que esto terminaría a fines de 2022.

El avance científico fue, es y será cuestionado. En un futuro en el que las ciencias de la vida y la inteligencia artificial podrían cruzar barreras temerarias, más aún. Pero nadie puede hacerse el distraído: si no hubiera sido por la proeza de diseñar y fabricar vacunas que funcionan y a una escala inédita en tiempo récord, nuestra conversación y nuestra vida serían hoy muy diferentes.

El presente se resignifica al volverse pasado. A medida que el tiempo pasa y podemos corrernos de la escena, logramos apreciarla en su verdadera dimensión. No se puede ser actor y espectador al mismo tiempo. Ahora que podemos detenernos y pensar, apoyándonos en la perspectiva que nos brinda la distancia, cabe señalar una pregunta que crece en el consciente y en el inconsciente colectivos: ¿qué pasó?

En la cultura europea o la asiática tal vez se asimile de otro modo. Ellos ya cargan con estragos que curtieron su resistencia. Pero para nosotros este fue el episodio más trágico de nuestra historia. En muchos sentidos, asimilable a una guerra. Pensarlo de otro modo es posible y válido, pero se corre el serio riesgo de subestimarlo.

En ese cúmulo de sabiduría con impronta de ristretto que es Lo que estábamos buscando, el pequeño, sofisticado y cautivante libro verde de apenas 81 páginas que acaba de publicar el novelista, ensayista y filósofo italiano Alessandro Baricco, se desarrolla una idea tan contrafáctica como aterradora. La pandemia no fue algo que ocurrió por azar, sino que en las profundidades de su alma, los ciudadanos del siglo XXI la inventaron sin saberlo. Por eso Baricco la define como una criatura mítica. Esa poderosa herramienta con la que la mente humana se ha enviado mensajes a sí misma desde que tiene la capacidad de abstraer, imaginar y socializar a través del lenguaje.

Se –y nos– interroga: “Si la pandemia es una figura mítica, ¿qué queríamos decirnos a nosotros mismos cuando la diseñamos? Si la pandemia es un grito, ¿qué estamos gritando? Sería antinatural que una figura mítica tan potente no tuviese una explicación. ¿Adónde iría a parar entonces la inteligencia de los humanos? Las figuras míticas están ahí para ser interpretadas. La de la pandemia plantea una pregunta inicial interesante: ¿cómo fue posible forjarla dotándola de tanta fuerza y rapidez? Tuvo que ser impulsada por una inmensa corriente de deseo. O por una gigantesca necesidad de decir algo. Podemos también, por oportunismo, considerarla una simple emergencia sanitaria. Pero ¿cómo no entender, en cambio, que es un grito?”.

Ahora que estamos saliendo y volvemos a la normalidad, vivimos, sufrimos y sentimos “la posguerra”. Azorados, visualizamos con mayor nitidez las cicatrices que nos dibujan un paisaje nuevo, donde las falencias que arrastrábamos se agudizaron.

Transitando aún el duelo por la tragedia que nos atravesó, intentamos con denodado esfuerzo empezar a sanar. Nos llevará tiempo. Las heridas abiertas son profundas, lacerantes, traumáticas. Será un proceso, no un instante.

En esta instancia dolorosa, pero ineludible, tal vez valga la pena tomar el guante que nos arroja Baricco y empezar por preguntarnos: ¿qué vino a decirnos a nosotros la pandemia?