La coyuntura política ha colocado a los movimientos sociales en una situación complicada. Co un Alberto Fernández diluido y Cristina dando un paso al costado –preocupada por su situación judicial-, los anuncios de Batakis y luego de Massa plantean interrogantes sobre cuál debería ser la estrategia a adoptar para afrontar esta nueva etapa.
Resulta comprensible, ya que los movimientos sociales dependen de la relación que establezcan con el gobierno de turno, más allá de su signo político. Y en la Argentina nadie podría intentar seriamente hacer un pronóstico sobre el futuro. No ya sobre el resultado electoral de 2023, sino también respecto de si el gobierno del Frente de Todos conseguirá concluir su mandato estipulado.
Días atrás, un diplomático latinoamericano que conoce desde hace mucho a Alberto Fernández confió: “Lo vi confundido, harto. Deambula entre la necesidad de recuperar poder que le dicta su amor propio y el deseo irrefrenable de salir de esta pesadilla y renunciar. Si me preguntan cuál es más fuerte, me inclinaría por la renuncia”.
La coalición gobernante confía en las habilidades de Sergio Massa para encauzar un poco la situación y llegar decorosamente a las elecciones del año próximo. Sin embargo, Alberto tiene la carta ganadora: si dimite, Cristina no podría asumir, y una Asamblea Legislativa definiría los siguientes pasos.
A la imprevisibilidad sobre el futuro se suman los anuncios económicos. Emisión cero, transferencia de los planes sociales a los intendentes, austeridad estatal. No sólo los movimientos sociales recalculan su relación con el arco opositor en vista a 2023, sino que se plantean qué actitud adoptar frente al gobierno en el marco de esas políticas económicas. Saben que la sujeción al acuerdo con el FMI llevará a la confrontación, más tarde o más temprano. También que honrar ese entendimiento es una decisión de estado, que será continuada por la oposición en el próximo turno de gobierno, con mayor dureza aún.
El problema mayor lo tienen los movimientos sociales como el Evita o Barrios de Pié, que no pueden cortar de plano su alianza con el gobierno porque ellos son el gobierno. Sus principales dirigentes ocupan cargos importantes en ministerios con manejo de cajas multimillonarias o son legisladores, y una ruptura los dejaría fuera de esa situación privilegiada. Pero, como contrapartida, de continuar en la alianza gobernante deberán aprender a decir que no, y eso pondría en riesgo su futuro político. ¿Cómo decir que no ahora y exigir lo que se deniega en la próxima gestión? O, más inmediatamente: ¿Cómo participar de un proyecto de recorte presupuestario que pondría en cuestión su propio liderazgo político sobre los amplios sectores que aglutinan?
Cristina resolvió este mismo interrogante de manera pragmática. Entregó la gestión y se quedó con las cajas. De este modo, puede formar parte del gobierno pero sin verse comprometida en las decisiones que se tomen. En caso de que la fortuna acompañe a Sergio Massa, mantendrá su mutismo. En el inverso, será el foco de su artillería.
Pero para los movimientos sociales que institucionalmente participan del gobierno, el dilema es diferente: ellos son la gestión y las cajas que administran no son las de organismos descentralizados. Por ahora han adoptado una estrategia que consiste en mantenerse dentro de la coalición pero suavizando su pertenencia y simultáneamente participar de las protestas. Pero esta alternativa tiene patas cortas. En la medida en que los recortes se profundicen, deberán elegir de qué lado jugar.
Ese problema le es ajeno a los movimientos sociales opositores, como el Polo Obrero. No hay compromiso político con el gobierno, por lo que tampoco hay límites para la protesta. Sin embargo, Eduardo Belliboni señaló con perspicacia una frontera: se debe evitar poner en riesgo la institucionalidad. Un eventual golpe de estado o renuncia del ejecutivo podría anticipar una situación apocalíptica, donde la violencia podría llegar a tener un papel clave.
El problema que tienen estos movimientos sociales es que, pese a la templanza de sus dirigentes, las bases exigen acciones cada vez más enérgicas, que podría llegar a rebalsarlos si no se ponen a la cabeza de esos reclamos.
La situación es extremadamente grave, aunque las autoridades pretendan desconocerla. Sergio Massa deberá recurrir a toda su experticia y habilidad para poner paños fríos en un situación heredada, que él no creó, pero potencialmente disruptiva.